EDUCAR PARA APRENDER
Pocas cuestiones de la vida social reciben tanto apoyo y consideración en el imaginario colectivo como la educación. Solemos pensarla en términos de la obtención de saberes fundamentales para la vida en sociedad, en función de la asistencia a una institución para recibirla y en la aprobación o no como el resultado natural del proceso.
Sin embargo, no solemos verla como un continuo, como un proceso que comienza en el hogar, traspasa esas fronteras hacia una institución y que es de esa simbiosis hogar/escuela de donde surgirá el aprendizaje. Por el contrario, relativizamos el rol del hogar en el proceso educativo, dando por sentado el ámbito escolar como el de aprendizaje y ejercicio inicial de nuestra ciudadanía, entendida esta como la condición que se le otorga a un individuo de ser miembro de una comunidad organizada. Y minimizamos el impacto que nuestro hogar tiene en ese proceso formativo. Y la escuela es condición necesaria, pero no suficiente. La ciudadanía constituye un derecho originario de la condición civil: reconocer el acceso de un individuo a un espacio de derechos compartidos de forma igualitaria por los ciudadanos de la comunidad política. Y he aquí la cuestión mas compleja de este debate: la diferencia sustancial entre ciudadano y habitante. Es decir, todos somos habitantes por el simple hecho de nacer o vivir en una comunidad, sin embargo, ¿cuántos de nosotros podemos considerarnos ciudadanos? Este parece ser el quid de la cuestión: el reconocimiento explícito de nuestros derechos y obligaciones, de lo que ellos implican en la vida de una comunidad y de los habitantes que la componen, y el cumplimiento que de esos derechos y deberes.
Ahora bien: solo una educación que alcance a todos los individuos de una sociedad puede garantizar una vida social plena, es decir, formar unos ciudadanos que conozcan no solo los derechos que los asisten y los deberes que les imponen límites y obligaciones, sino como se forma su gobierno, las leyes que lo sostienen, como se forjo históricamente y como se fortalece a diario a través de la acción de todos y cada uno de los actores que lo componen. En definitiva, solo la educación puede garantizar que los habitantes se transformen en ciudadanos: a través del propio proceso socializador de la escuela, empezamos a reconocer nuestras libertades, nuestros límites, nuestras potencialidades. Desde el inicio mismo de esa etapa, cuando somos niños pequeños, la escuela nos pone en contacto con cuestiones tan sutiles pero fundamentales a la vida social como la libertad personal, los límites a esa libertad, las normas a observar y los deberes y obligaciones que cada uno posee en un espacio concreto como es un aula. Ese proceso se irá complejizando a medida que vamos creciendo en edad y avanzando en nuestra acción social. Esa acción tendrá en la escuela el espacio de mayor despliegue de nuestras habilidades sociales. Es allí donde primero ejerceremos nuestros derechos y nuestros deberes, donde deberemos convivir con otros ciudadanos, distintos a nosotros, pero iguales en derechos y obligaciones. Y en ese proceso, donde iremos diversificando e incorporando relaciones a nuestra vida social se irá forjando a un ciudadano en desarrollo hacia su plenitud: un ciudadano que a partir de un centro de estudiantes en su escuela, por ejemplo, irá participando políticamente: ejerciendo nuevos derechos, incorporando nuevas obligaciones: el sufragio, el debate, el ser candidato, todo formará parte de un proceso constante de construcción de la ciudadanía.
Es por eso que el papel de la escuela es fundante y fundamental en la vida social: forma individuos conscientes, ciudadanos. ¿Qué sucede, entonces, cuando privamos a nuestros niños de la escuela? Pues, nada alentador………
Por: Lic. (Mg) Milena Barada
Comentarios
Publicar un comentario