MAS COSTO QUE BENEFICIO
Como cada cuatro años, asistimos hoy a un nuevo proceso electoral que tendrá como corolario una nueva elección presidencial. Pero además, a este proceso se suma otro, que en cierto modo ayuda a nuestra democracia, algo joven e inestable aún, a convertirse en algo parecido a una democracia “adulta”: una nueva elección que, sin dudas, nos muestra que es posible que este sistema es el mejor, aunque perfectible.
Lo antes dicho no significa no comprender lo dañiño de esa suerte de “campaña permanente” en la que el país vive. Con elecciones cada dos años, y con el desdoblamiento existente (que permite que las elecciones provinciales tengan fechas diferentes a la nacional, e incluso diferentes entre ellas) es comprensible cierta “desprolijidad” como parte del escenario electoral nacional. Y si a eso se le suman los costos materiales de este proceso, entendiendo ésto como la cuestión económica vinculada a los gastos de campaña así como al tiempo que esto le “resta” a las actividades productivas, educativas, etc. tenemos una situación que preocupa.
En cuanto al primero, vale decir que lejos está de ser una sistema transparente: la Ley de financiamiento político sigue siendo una deuda de ésta democracia con la política y con la sociedad. Y aunque existen mecanismos que ordenan esta cuestión, como los Límites de gastos de campaña y montos máximos de aportes privados por persona física o jurídica para los partidos políticos, alianzas y confederaciones, es innegable que las campañas políticas en el país siempre están teñidas por la sospecha. Y las acusaciones cruzadas entre partidos, denuncias mediante, no hacen mas que abonar el terreno para el hartazgo ciudadano.
Y en relación al segundo punto, la cuestión es mas compleja. Los índices de pobreza crecientes, así como los de desempleo e inseguridad nos hacen pensar que es difícil de evaluar el verdadero impacto que ésto plantea al sistema político, pero si analizamos la necesaria postergación que implica atender una agenda electoral por sobre las grandes problemáticas sociales, nos acercamos al quid de la cuestión. Muchas medidas de largo plazo, necesarias para la resolución de grandes temas políticos o económicos son imposibles cuando una campaña entorpece el horizonte y las consecuencias de esas medidas amenazan los posibles resultados electorales.
Estamos así frente a un cóctel que, lejos de ser esclarecedor, oscurece el panorama político nacional. Y aún no me he referido a la cuestión temporal. En este sentido, es interesante ver lo que el tiempo supone a este proceso. A la campaña en sí, se puede agregar el período previo a la misma, que si bien parece no corresponder a esta dinámica, presenta toda una serie de situaciones de tipo cascada: al engorroso proceso de institucionalización de los Frentes partidarios, que se produce el 12 de junio, le sucede la inscripción de los candidatos a presidente y a legisladores nacionales todas las fuerzas políticas el 22 de junio. Todo esto sin mencionar la cantidad de elecciones provinciales que ya se han realizado en lo que va del año. Y las que restan: PASO en agosto, elecciones en octubre.
A partir de esto se suscitan varios interrogantes en relación a qué es lo importante en una democracia: si lo importante es la celebración de elecciones, pues bien, Argentina debería tener una calidad institucional que está lejos de ser la que realmente posee y que nos coloca a la vanguardia de la corrupción en el mundo.
Si, en cambio, es la representatividad de sus partidos y alianzas partidarias el estándar, bueno, los partidos y frentes argentinos, con su habitual “flexibilidad” para transitar la transversalidad, sin ningún tipo de decoro ni vergüenza, nos colocan ante un nuevo interrogante: un país que permite estos virajes partidarios de corto plazo, está preparado para perfeccionar los parámetros democráticos? Creo, sinceramente, que no.
La imprevisibilidad del país es su mayor problema y la principal causa de sus males políticos. Solo conjurando este mal, Argentina logrará respetarse institucionalmente y ensayar una modelo de democracia que sea lo más perfecta posible.
Lo antes dicho no significa no comprender lo dañiño de esa suerte de “campaña permanente” en la que el país vive. Con elecciones cada dos años, y con el desdoblamiento existente (que permite que las elecciones provinciales tengan fechas diferentes a la nacional, e incluso diferentes entre ellas) es comprensible cierta “desprolijidad” como parte del escenario electoral nacional. Y si a eso se le suman los costos materiales de este proceso, entendiendo ésto como la cuestión económica vinculada a los gastos de campaña así como al tiempo que esto le “resta” a las actividades productivas, educativas, etc. tenemos una situación que preocupa.
En cuanto al primero, vale decir que lejos está de ser una sistema transparente: la Ley de financiamiento político sigue siendo una deuda de ésta democracia con la política y con la sociedad. Y aunque existen mecanismos que ordenan esta cuestión, como los Límites de gastos de campaña y montos máximos de aportes privados por persona física o jurídica para los partidos políticos, alianzas y confederaciones, es innegable que las campañas políticas en el país siempre están teñidas por la sospecha. Y las acusaciones cruzadas entre partidos, denuncias mediante, no hacen mas que abonar el terreno para el hartazgo ciudadano.
Y en relación al segundo punto, la cuestión es mas compleja. Los índices de pobreza crecientes, así como los de desempleo e inseguridad nos hacen pensar que es difícil de evaluar el verdadero impacto que ésto plantea al sistema político, pero si analizamos la necesaria postergación que implica atender una agenda electoral por sobre las grandes problemáticas sociales, nos acercamos al quid de la cuestión. Muchas medidas de largo plazo, necesarias para la resolución de grandes temas políticos o económicos son imposibles cuando una campaña entorpece el horizonte y las consecuencias de esas medidas amenazan los posibles resultados electorales.
Estamos así frente a un cóctel que, lejos de ser esclarecedor, oscurece el panorama político nacional. Y aún no me he referido a la cuestión temporal. En este sentido, es interesante ver lo que el tiempo supone a este proceso. A la campaña en sí, se puede agregar el período previo a la misma, que si bien parece no corresponder a esta dinámica, presenta toda una serie de situaciones de tipo cascada: al engorroso proceso de institucionalización de los Frentes partidarios, que se produce el 12 de junio, le sucede la inscripción de los candidatos a presidente y a legisladores nacionales todas las fuerzas políticas el 22 de junio. Todo esto sin mencionar la cantidad de elecciones provinciales que ya se han realizado en lo que va del año. Y las que restan: PASO en agosto, elecciones en octubre.
A partir de esto se suscitan varios interrogantes en relación a qué es lo importante en una democracia: si lo importante es la celebración de elecciones, pues bien, Argentina debería tener una calidad institucional que está lejos de ser la que realmente posee y que nos coloca a la vanguardia de la corrupción en el mundo.
Si, en cambio, es la representatividad de sus partidos y alianzas partidarias el estándar, bueno, los partidos y frentes argentinos, con su habitual “flexibilidad” para transitar la transversalidad, sin ningún tipo de decoro ni vergüenza, nos colocan ante un nuevo interrogante: un país que permite estos virajes partidarios de corto plazo, está preparado para perfeccionar los parámetros democráticos? Creo, sinceramente, que no.
La imprevisibilidad del país es su mayor problema y la principal causa de sus males políticos. Solo conjurando este mal, Argentina logrará respetarse institucionalmente y ensayar una modelo de democracia que sea lo más perfecta posible.
Por: Lic. (Mg) Milena Barada
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